La venida del Papa a México, rodeada de una extrema parafernalia
político-mediática, me ha llevado a volver a pensar en mi infancia, en mi
educación católica a la luz del despliegue de las perversidades perpetradas por
sacerdotes y monjas en contra de niños y niñas de por el mundo.
Puedo afortunadamente ofrecer unas reflexiones sobre ell,
sin haber tenido que sufrir en carne propia la pederastia eclesiástica. Pero si
el dato de Geoffrey Robertson es cierto, ese 10% de sacerdotes pedófilos es una
auténtica monstruosidad y sus víctimas pueblan todos los rincones del planeta.
Por ello no puedo dejar de escribir unas líneas y ponerlas en línea.
Vengo de una familia profundamente católica del lado de mi
madre, mi abuelo fue miembro activo de la Cofradía de San Vicente de Paul, una institución
caritativa por lo demás respetable; lo anterior me permitió, desde niño, en
ocasiones que acompañé a mi abuelo en su giras de distribución de apoyo para
los más necesitados, conocer la profunda miseria en la cual se encontraba
atrapada ciertos segmentos de la población belga a pesar de estar en el mejor
momento de la historia económica europea, esas tres décadas del llamado “fordismo”
que siguió a la segunda guerra mundial. Siento que ello me dio una sensibilidad
especial a esa miseria que para mí era insoportable.
Obviamente tuve que pasar por la educación católica; en
Bélgica era generalmente de mejor nivel e igual de gratuita que la laica por el
Concordato entre el estado belga y el Vaticano que le otorgaba muchos
beneficios. Mis recuerdos no son malos ni tampoco gratos; una educación férrea,
algunos sacerdotes, otros laicos, unos de ellos educadores espléndidos como mi
profesor de Historia en la Preparatoria. Mucha gente dedicada a lo suyo, buena,
profesional, amable.
Pero al lado de ellos, entre los sacerdotes, había por lo
menos uno del cual me recuerdo particularmente bien, que tenía su reputación
bien establecida: “no te acerques a él” te decían los más grandes. La fratria
de alumnos evitó a muchos pasar ratos terribles. Es cura tenía la fama de usar
el confesionario al cual teníamos que acudir mínimo cada semana antes de la
misa, para invitarte a discutir sobre tus pecados (¿cuáles pecados a esa edad?)…¡en
su cuarto!….recuerdo como si fuera ayer, su olor bucal a café con leche y pan
con mantequilla y sus manos de las cuales había que desconfiar. Aprendí rápidamente
de lo que se trataba, y no solo guardé distancia, sino que además tomé la
precaución de evitar la confesión o de solo “soltar” lo mínimo para no recibir
invitaciones incongruas. También evitar de encontrarme ese personaje asqueroso
en lugares oscuros.
Y este es el tema central de lo que quería comentar en esta
nota desde mi posición de geógrafo que no puedo dejar de lado aun comentando
temas como ese. La existencia de espacios oscuros ha sido una fatal aliada de
los sacerdotes para cometer esos crímenes. El ligue en el confesionario; el
paso al acto en la sacristía, en el cuarto del clérigo o de la monja; el arrinconamiento
del pequeño o la pequeña en algún espacio oscuro donde no es tan fácil ser
visto, pero desde el cual también es imposible pedir socorro. El espacio oscuro
es el espacio donde todo puede pasar. A diferencia de la calidad de los
espacios domésticos que marcaron nuestra infancia, como bien lo explica Gaston
Bachelard en su Poética del espacio,
los espacios oscuros de las iglesias, de los conventos y de las escuelas han
sido sin lugar a duda la peor trampa para los infantes. La Doctora Amparo Espinosa
Rugarcia que presentó hace poco de manera admirable el libro de Robertson que
ella misma hizo publicar, habló de una sesión muy desagradable que tuvo que
pasar en un testimonio que presentó, todo ello en un espacio de un metro
cuadrado.
Recuerdo que en 1981, el eminente sacerdote Joseph
Lemercier, quien introdujo el psicoanálisis en el convento de benedictinos en
Cuernavaca, contó durante una comida social en la cual estuve afortunadamente
invitado, que cuando Roma le pidió cuentas, literalmente lo tenían secuestrado
y que fue sometido a interrogatorios en celdas oscuras por personas
enmascaradas: nuevamente, los lugares oscuros, la parafernalia de la represión,
que ha sido usada ampliamente por la jerarquía católica.
Eso me lleva finalmente a un comentario sobre la Plaza Santo
Domingo de la ciudad de México. Las celdas y mazmorras de la Inquisición se
encontraban en el edificio de la Escuela de Medicina, a unos pasos de la
Iglesia de los dominicanos, de los cuales se conoce la sumisión a la Inquisición
en la ejecución de sus bajos artes. En el curso de una investigación sobre la
Plaza, me percaté lo vacio y árido que se encontraba siempre el tramo de la
plaza entre la calle de Belisario Domínguez y la Iglesia. Siempre pensé que la
maldad acumulada en los espacios oscuros del edificio de la Inquisición, había
permeado el espacio de la Plaza y generaban una topofobia quizás inconsciente
del transeúnte hacia esa mitad del espacio de la plaza.
Demasiada creencia en el poder del espacio dirán algunos.
Quizás…pero la escritora Silvia Molina cuenta que una de las leyendas actuales
sobre el lugar es que los hombres y las mujeres que fueron torturados en las
mazmorras de la Inquisición salen de noche en harapos llorando por sus
familiares, pero que, además, los teporochos que habitan la plaza dialogan con
ellos.
Los espacios oscuros conviven con nuestros espacios diurnos,
quizás no porque albergan fantasmas, sino porque son la contraparte de la luz,
de la felicidad y de la calidad del espacio que todos buscamos. En esos
espacios oscuros muchos han perdido la inocencia de su infancia, como lo cuenta
Christiane Rochefort en La puerta del
fondo sobre la pedofilia, y que fue
laureado del premio literario francés Medicis en 1988.
Por ello, es hora de hacer la luz sobre esas historias
infames, castigar quienes han destruido infancias, y buscar que todos los espacios
sean de luz y no de oscuridad.
REFERENCIAS:
Bachelard, Gaston (1965 [1956]), La
poética del espacio, México: Fondo de Cultura Económica.
Molina, Silvia (2007) “El barrio de Santo Domingo y sus estrellas”, Revista
de la UNAM, N° 43.
Para la presentación del Libro por la Doctora Espinosa, consultar: http://www.demacvirtual.org.mx/content/caso-papa#comment-2384
Robertson, Geoffrey (2012), El Caso del Papa, México: Editorial Demac.
Rochefort, Christiane (1989), La
puerta del fondo, Barcelona: Editorial Seix Barral