Hablar
de turismo puede resultar complejo en la actualidad, cuando observamos a lo
largo del mundo entero, distintas concepciones y formas de proponer un producto
vendible a supuestos “turistas”. Desde quienes venden reproducciones religiosas
en las calles de Nazaret, étnias en busca de nuevas formas de sostenerse y
mantener su identidad a través de formas de “turismo autóctono” hasta
empresarios de alto vuelo y capitales gigantescos que edifican hoteles
suntuosos en numerosas partes del mundo.
¿Qué
es entonces el turismo? ¿Quiénes son los turistas? Esas preguntas aparentemente
sencillas no resultan evidentes y las contestaciones suelen ser ambiguas sino
contradictorias entre sí. Existe sin embargo, un modelo dominante sustentado en
el desplazamiento masivo de poblaciones del Norte del mundo hacia el Sur,
particularmente en una busca de sol, playa y naturaleza, factores tan
importantes que, como es el caso del sol, puede ser garantizado por contrato y
si no se rembolsa el viaje.
Las
experiencias de los diversos países que se han insertado en el turismo
internacional con un éxito notorio son muy diversas entre sí: todo ha sido útil
y aprovechado para impulsar esas actividades turísticas que, en boca de las
instituciones nacionales e internacionales que las miden, gestionan y pretenden
regular, son un formidable generador de empleos, un impulso al desarrollo de
regiones atrasadas y, last but not least
en tiempos de cambio climático, menos agresivas hacia el ambiente (por lo
pronto es lo que expresa el discurso oficial). Así, la naturaleza, los paisajes
humanizados, el patrimonio étnico y el patrimonio construido, las tradiciones y
los festejos, así como las manifestaciones artísticas, han sido literalmente
exprimidas como factor de atracción de los turistas, particularmente los que
acuden a un país allende de las fronteras, por el significado económico que
implica.
En
este documento, nos preocuparemos por presentar y analizar los diversos modelos
turísticos que están presentes en México, y particularmente, nos interesamos en
entender cómo una megalópolis como la ciudad de México, ha sido capaz de
desarrollar un modelo propio donde el diseño y las infraestructuras han jugado
un papel preponderante.
1.
Una historia
particular
Los orígenes del turismo internacional en México
remontan a los años veinte del siglo pasado: hecho sorprendente si se recuerdo
que México apenas salía de la guerra civil que siguió el inicio de la
Revolución de 1910 y que no mermó sino hasta casi los años treinta. Fueron
esencialmente americanos que buscaban en México un descanso diferente, hacia
algunos destinos de playa, zonas arqueológicas y ciudades importantes.
Sin embargo, eso modelo inicial de turismo
esencialmente por carreteras –mismas que distaban de ser de buena calidad- fue
rápidamente dominado por el interés de la burguesía dominante en los negocios y
la política en desarrollar áreas costeras y muy particularmente Acapulco.
Esta localidad de escasos habitantes fue
progresivamente invadida por los primeros hoteles y turistas internacionales y
por los miembros de la élite mexicana ligada al cine, a la política y a las
actividades económicas lucrativas que empezaron a repuntar a partir de los
treinta cuando el país recuperó su tranquilidad. Esta ubicación a siete horas
de la ciudad de México por tierra, no dejó de volverse una especie de imán para
la clase media mexicana que crecía a la sombra de lo que después se llamará
“desarrollo estabilizador” o “desarrollo por sustitución de importaciones”.
Hablando de “importar”, el modo de vida americano fue adoptado sin
restricciones por quienes anhelaban salir del “atraso” y conquistar su pequeña
porción de modernidad. A la par de la
adquisición de viviendas modernas que seguían los patrones del funcionalismo
arquitectónico de moda, de utensilios domésticos diversos que inducían a las
amas de casa a imitar sus modelos americanos, las vacaciones a la playa se
convirtieron en un anhelo creador de desarrollo.
En este contexto, se asistió a la articulación entre
dos conjuntos de imaginarios: aquellos relacionados con la modernidad y los que
remitían a imaginarios turísticos de naturaleza y ocio. El primer grupo
conllevó a que el modelo turístico acapulqueño se sostuviera en hoteles en
altura, con elevadoras, alfombras, bares americanos, aire acondicionado,
discotecas y demás “pedazos” de una modernidad importada y descontextualizada
con relación a la situación mexicana de la época. Por otra parte, para aquellos
migrantes a la gran metrópolis mexicana (La ciudad de México rebasó su primer
millón de habitantes hacia 1950), era natural asumir ese imaginario que
recorrió el mundo y que planteaba a la playa, el sol y el mar, como los tres
elementos fundamentales del imaginario del paraíso perdido que, como se ha
analizado en numerosos trabajos, es el eje del modelo turístico costero que se
ha impuesto como panacea para que países menos desarrollados pudieran “entrar
en turismo”.
Acapulco mostró de manera contradictoria, una fuerte
aceptación de los modelos de diseños de hoteles y estructuras turísticas de su
época, pero careció siempre de la infraestructura urbana adecuada, lo que
provocó, al paso de los años, que perdiera competitividad a nivel nacional e
internacional, aun si procesos como el cierre de Cuba por la revolución de 1959
reorientó los flujos turísticos americanos hacia México.
2. Un modelo llamado “planificado”
Hacia fines de los sesenta el modelo de Acapulco se
había erosionado considerablemente, no todavía entre la clientela, sino más
bien desde las perspectivas de su sustentabilidad ambiental y su articulación
con la ciudad-destino: ésta, saturada de migrantes pobres en busca de un mejor
destino, era formada por una delgada línea de lujo y placer –el frente de playa
con los hoteles y algunas decenas de metros hacia el interior después de una
avenida costera con equipamientos, comercios y residencias turísticas, y un
amplio hinterland urbano que tomaba altura subiendo las laderas del anfiteatro
natural de la bahía de Acapulco. Las descargas sin control de desechos sólidos
y líquidos hacia la bahía provocaron una crisis ambiental dramática y todavía
no totalmente solucionada.
En este contexto, el gobierno mexicano decidió de promover
un nuevo desarrollo de gran escala, Cancún, cuyo diseño urbano planificado le
permitiera evadir las contradicciones evidentes del modelo acapulqueño: Una
larga sucesión de hoteles sobre una franja isleña, una zona urbana moderna
separada de la zona hotelera, infraestructura de calidad y protección al
ambiente constituyeron las orientaciones centrales del modelo, a lo cual un
lujo ya erosionado en Acapulco se volvía la característica esencial para su
promoción.
Este modelo creció con cierta dificultad al inicio para
volverse el paradigma del desarrollo turístico costero en México, fruto de
alabanzas en las esferas internacionales y de no pocas imitaciones como en Cuba
y la República Dominicana: México parecía haber alcanzado el Parnaso de la
calidad turística.
Por lo demás, otros desarrollos habían crecido a la
sombra de los anteriores y tendrán sus modelos propios aunque todos basados
sobre las mismas premisas: una masificación de la demanda, deseada por los
promotores; un desarrollo “modernizador” con hoteles en altura, restaurantes de
lujo, variados servicios de entretenimiento; desarrollo de marinas; en algunos
casos recepción de cruceros; en breve, todos los atributos de un modelo
globalizado de desarrollo turístico que ha recorrido el mundo como la panacea
económica, y el anhelo de las masas en busca de descanso.
3.
Las alternativas
Las limitaciones de un modelo de ese tipo y las
contradicciones evidentes de esos emprendimientos turísticos han sido
subrayadas por muchos autores. Aun sin apoyos directos ni tantas inversiones,
han florecido en México otros modelos turísticos con características muy
diferentes. Presentaremos brevemente algunos modelos relevantes y nos
dedicaremos por el resto de este escrito, a analizar cómo la ciudad de México,
megalópolis por excelencia, ha construido un modelo propio que no carece de
méritos.
Si bien el turismo de playa es una componente esencial
no solo de los flujos turísticos nacionales sino de las inversiones que en
materia turística se realizan en México, se presentan otros modelos, como el
turismo hacia el interior. Esencialmente este turismo recibió por muchos años a
mexicanos, en busca de la cultura nacional o regresando a sus lugares de origen
en visita familiar o como turistas. A ellos se adjuntaron siempre una cantidad
reducida de turistas internacionales más proclives a un acercamiento cultural a
México que a un ocio playero. Las
ciudades llamadas “medias” pudieron así recibir su parte de maná turística y
aprovecharon la nueva boga del aprecio para el patrimonio para rescatar sus
centros históricos donde se desarrolla una oferta turística para varios niveles
socioeconómicos. Esta situación ha sido particularmente exitosa en los últimos
años.
La otra boga, la del regreso a un mundo más “natural”
ha propiciado el llamado “ecoturismo” en sus formas más extremas como en sus
aproximaciones vagas por empresas que han “enverdecido” sus negocios
tradicionales. Este modelo, también en expansión, cuenta a su turno con el
interés de propios y ajenos y se “vende bien” a nivel internacional. Al lado de
estos dos modelos emergentes, otros siguen su curso como el de los “mochileros”
(“Backpakers”), el turismo de aventura
el deportivo, en fin, una multiplicidad de opciones que han logrado
desarrollar nichos interesantes de mercado.
Cabe ahora revisar la experiencia de la ciudad de
México, particularmente relevante por la complejidad de una megalópolis de más
de veinte millones de habitantes que ha logrado sortear muchas dificultades
para desarrollar un modelo propio de turismo, lejos de las murallas de hormigón
costeras de Acapulco o de las costas mediterráneas, y de los desarrollos ex-nihilo como Dubai o la misma Las
Vegas. Si bien como lo señala Venturi y otros, hay algo que aprender de las
Vegas, también no cabe duda que las lecciones suelan ser más negativas que
positivas.
Cierta forma de turismo estuvo presente en la ciudad de
México desde fines del siglo XIX, situación explicable por la sensible
modernización de la misma emprendida por el dictador Porfirio Díaz, que atrajo
no solo inversionistas ingleses, arquitectos italianos y franceses, gente del
mundo del espectáculo, entre otros. Tiendas departamentales, un museo nacional
de cierta relevancia, la calidad de sus edificaciones coloniales y la atracción
que representaban sus nuevas construcciones oficiales fueron parte del
atractivo de la ciudad. Con todas las diferencias que podemos encontrar
obviamente, no cabe duda que la construcción del Palacio de Bellas Artes tuvo,
para el desarrollo y la imagen de la ciudad, un efecto comparable con, por
ejemplo, la reciente construcción del Museo Guggenheim en Bilbao o de la Ciudad
de las Ciencias y las Artes de Valencia: pedazos de modernidad avanzada que
modifican el paisaje urbano y aportan un toque de modernidad avanzada (por su
época).
El factor que desencadenó el crecimiento de la
actividad turística en México fue la edificación de nuevos hoteles por la
Olimpiada de 1968; la disposición de hoteles modernos y el hecho de que el paso
por la ciudad de México era obligado por la ausencia de conexiones directas
entre el extranjero (e inclusive el resto del país) y los destinos de playa,
fueron factores muy favorables para el desarrollo del turismo. Las dos líneas
nacionales que daban servicio aéreo en aquel entonces (Mexicana de Aviación y
Aeroméxico, ahora completadas con otras líneas desde la desregulación del aire
de 1986 y la permisividad a los vuelos charters directos del extranjero hacia
ciudades de playa) lograron un desarrollo considerable bajo el ala protectora
del Estado central omnipresente en la aviación como en muchos otros sectores,
entre el cual el turismo, para el cual desarrollaba infraestructuras, otorgaba
financiamiento para hoteles y restaurantes esencialmente de calidad superior, y
definía la política turística.
Lo que parecería esencial entender es cómo la ciudad de
México entró en competición con los destinos de playa y con otros destinos
internacionales urbanos, en el marco de una acérrima competencia entre ciudades
en el contexto de la globalización.
La primera constatación remite a la relevancia del
patrimonio construido: al igual que muchas ciudades en el mundo, la modernidad
de los sesenta y los setenta del siglo pasado no dudó un momento en derrumbar
joyas arquitectónicas del pasado. La política del buldócer ha sido signo de
modernidad en México y por doquier. Sin embargo, lo que se llama “Centro
Histórico de la ciudad de México” ha logrado cierto respecto por lo que todavía
cuenta con más de 1600 edificios clasificados como patrimonio nacional, además
de la declaración de 1984 del conjunto del centro como patrimonio de la
Humanidad por la Unesco. Como bien se sabe, esas declaraciones han sido la
mejor sino la única respuesta a los destructores voraces. Y aun así, la
presencia de edificios funcionalistas muchos de mal gusto, afea una ciudad de
por sí compleja. Sin embargo, algunos como la Torre Latinoamericana, ejemplar
paradigmático de la arquitectura moderna con sus 52 pisos, acabaron por ser
integrados adecuadamente a la oferta monumental de la ciudad.
De tal suerte, la ciudad cuenta, en su área central,
con una mezcla interesante de arquitectura colonial, porfiriana (fines del
siglo XIX e inicios del XX) y moderna (posterior a la segunda guerra mundial
esencialmente). Paradigmático es el entorno de la Alameda central donde
conviven todos los estilos en una suerte de paisaje multi o trans-temporal. Lo
anterior ha sido también la garantía de que el centro mantenga una fuerte
actividad económica, aun si la población residente ha conocido una baja considerable:
millones de oficinistas transitan por el centro y una proporción de ellos
siguen trabajando en el centro, aun si las casas matrices de los bancos, las
principales oficinas de gobierno, y hasta las autoridades eclesiásticas han
huido del centro hace décadas.
La actividad económica del centro genera movimiento,
vida, presencia de servicios que contribuyen en la atracción hacia el Centro
Histórico. Por otra parte, las tendencias a la recuperación de los centros
históricos que se pueden ya plantear como una suerte de paradigma globalizado,
han tenido efecto en la ciudad. Si bien el regreso de población hacía las áreas
centrales se ha hecho lenta por el tráfico vehicular, las condiciones de
inseguridad no totalmente controladas y la carencia de equipamientos y
servicios, se puede observar tanto un proceso de “gentrificación” progresiva
(que algunos autores prefieren llamar “elitización”) como un proceso de
creación de nuevos negocios adaptados a las demandas conjuntas de los
oficinistas que trabajan en el centro, de los nuevos residentes y…de los
turistas. Así, el Centro Histórico ha emprendido una nueva vida sustentada en
una población residente permanente (de “viejos” y “nuevos” habitantes), y un
contingente importante (es más, decisivo en número de personas) de residentes “efímeros” sean turistas,
trabajadores que regresan a sus hogares periféricos en la noche o simples
visitantes (urbanitas metropolitanos de compras, de paseo el fin de semana,
resolviendo trámites por ejemplo).
La dimensión cultural de este modelo de vida urbana
articulada con el turismo es una dimensión a la cual no se puede escapar. La
multiplicación de museos por ejemplo, ha sido ejemplar en la ciudad: más de
cien museos a la fecha, de diversos tamaños, relevancia y sabores, es algo que
debe señalarse. La riqueza tradicional de la cultura mexicana puede explicar
este aspecto, pero no debe menospreciarse la actividad creativa de
instituciones (por ejemplo el Museo Interactivo de Economía que desarrolló el
Banco Central), de empresas (el Museo del Zapato de la tienda Borseguí) o el
Museo del Estanquillo promovido por Carlos Monsiváis, destacado cronista de la
vida megapolitana de la ciudad de México, que no duda en calificar de
post-apocalíptica.
A este contexto céntrico que constituye la mayor parte
de la oferta y de la demanda turística, habrá que agregar aquellos barrios
tradicionales, antiguas localidades que fueron absorbidas por la trama urbana
de fuerte expansión, como Coyoacán o San Ángel, o la zona lacustre de
Xochimilco, que sigue encarnando un imaginario de vida campestre que muchos
urbanitas de la ciudad de México añoran, sabiéndolo o no.
4. ¿Hacia dónde?
Nadie negará la relevancia para el turismo mundial del
modelo masivo de “sol y playa” aunque mucho no nos guste: concentra las
inversiones, genera la mayor cantidad de empleos y de captación de divisas para
las economías locales y –no lo olvidemos- sigue manteniendo una demanda muy
intensa. Si bien se han acumulado los problemas en los últimos años, unos
externos como el reciente virus AH1N1, los ataques terroristas y obviamente la
crisis económica, otros internos como sus espectaculares efectos de degradación
ambiental o la crisis inmobiliaria, no cabe duda que la menor chispa de nuevo
crecimiento de las economías desarrolladas, da marcha para un nuevo avance de
este modelo.
Sin embargo, existen alternativas como lo demuestran
experiencias a lo largo del mundo. El caso de la ciudad de México es
particularmente relevante porque no solamente la ciudad presenta condiciones
difíciles sino porque la competencia interna de los destinos balnearios es
inmensa. En la ciudad de México, sin una tremenda participación del Estado como
por ejemplo en Cancún, se ha logrado consolidar un modelo que parece tener
buenas perspectivas.
Asociándose el turismo con la vida cotidiana de las
ciudades tiene serias ventajas, como es, de principio, el uso compartido de
infraestructura entre residentes y turistas. Esto es evidentemente lo propio
del turismo urbano en general y debe reconocerse que también puede llevar a
ciertas contradicciones. También suena particularmente interesante que la
condición de urbanita efímero que adquiere el turista en un centro histórico
por ejemplo (sea Londres, México, Madrid o Barcelona) es una demanda real de la
población mundial: mientras que los modelos morfológicos urbanos actuales
imponen la residencia periférica de las mayorías, se ha construido un
imaginario de regreso a la vida urbana particularmente intenso que tiende a
modificar los imaginarios turísticos y canalizarlos más hacia los pocos lugares
donde la vida urbana se mantiene más intensa. Por ello es que, a pesar de los
problemas ya mencionados, un Centro Histórico como el de la ciudad de México,
ofrece atractivos evidentes para estos nuevos turistas que privilegian su
fusión en la vida urbana antes de otras actividades: por ello es que se pueden
multiplicar nuevas actividades que les ofrecen servicios también dirigidos a
los demás habitantes, a la población que trabaja o transita por el centro.
La reconstrucción de nuevos estilos de vida, basados en
la intensidad de las relaciones urbanas, en la ciudad como objeto de deseo, y
en la posibilidad de compartir la experiencia urbana, representa una
potencialidad de mejorar los centros urbanos, intensificar la vida urbana,
recalificar las actividades intraurbanas y ofrecer mejores condiciones de vida
en corazones metropolitanos que suelen haberse degradado sustancialmente en el
marco de la modernidad destructora del pasado.